viernes, 28 de marzo de 2008

UNA ESTANCIA EN EL CAIRO

UNA ESTANCIA EN EL CAIRO
Mili Crespo

Es difícil substraerse al recorrido turístico de El Cairo, a ese que nos muestran en los folletos, las agencias de viajes, de esa postal perfecta de las Mil y una noches: la Ciudadela con la gran Mezquita de Mohamed Ben Alí repleta de bulliciosos escolares; el zoco viejo de Khan el Khalili con sus baratijas y antigüedades pregonadas desde sus polvorientos callejones; el barrio fatimí con la milenaria mezquita de Al-Azhar y la famosa de Al-Husein y con los hombres de galabeya en las puertas de las madrasas o escuelas coránicas o en los cafés fumando el narguile, apostados sobre las desvencijadas sillas; y, como no, el inevitable paseo por Ghiza para contemplar las majestuosas Pirámides y el retrato en Saqqara frente a la construcción escalonada de Zoser y sus tumbas para los bueyes sagrados.
Se pregunta el escritor Naguib Mahfouz en su obra “El callejón de los milagros”: “ ¿A qué El Cairo me refiero? ¿Al de los fatimíes, al de los mamelucos o al de los sultanes?” Pero la capital del país, fundada en el año 973 por el primer gobernante fatimí, acumula todos esos rostros y los expande como el jamesín o viento de arena por sus barrios y gentes y, en todos ellos, la mezcla se asoma sin estridencia con la sabiduría que dan las batallas y sus derrotas, con la fatalidad como principio.

Cuando el visitante abandona el viejo aeropuerto cairota, empieza a sospechar que la realidad se sobrepone a cualquier idea que se traiga en el equipaje. Atravesando el viejo barrio de Heliópolis bajo la hiriente luz veraniega, uno sabe que debe entregarse a la contemplación de la historia brotando por sus rincones, sobrecogerse ante la grandeza de sus palacios y mezquitas y no resistirse, en fin, ante la sorpresa que envuelve y confunde en la mezcla indefinible de olores entre el impenitente estruendo que ahoga los murmullos de los gatos hurgando en las basuras.
La ciudad invita a convertirse en ciudadano, a alinearse con sus gentes, a saborear los gustos y los colores, a no sufrir el infinito trasiego de los coches, bicicletas, carretas y guardianes en el caos de sus calles.
Desde la Terraza del Hilton, en la plaza del Tahrir, el Nilo refleja el estallido de luces que derraman las bombillas de las pequeñas embarcaciones abriéndose paso entre la espesura para celebrar el día de la Revolución. En la otra orilla, bajo el puente del mismo nombre, las familias se alivian con la brisa nocturna desde la explanada y algunos hombres lanzan sus cañas de pesca para sorpresa del visitante que acarrea sus temores sobre la bondad de las aguas.
Paseando por el barrio de Dokki-Agouza, el mercado de Siliman Gohor mantiene sus puestos abiertos en el borde de la madrugada. Las gallinas apenas sobreviven en las jaulas, en espera de clientes que se apiaden y terminen con el escaso hilo de vida que aún les queda.
El calor nocturno se mezcla con los hedores provenientes de las jaulas, con el aire perfumado de especias que se escapa del bazar de la esquina, con las sandías abiertas en canal ofreciendo su olor a los transeúntes.
La llegada de la noche no marca el final de la jornada, apenas se nota el bajón entre los suburbios y el paseo se extiende hasta los lugares que ofrecen placeres reconocidos, porque esta vieja dama conserva aún los garitos y estancias que recuerdan a la cosmopolita época del último rey que abdicó. Testimonio de la época de Faruk son el Restaurante Mahfouz, con su decoración arabesca y sus grandes espejos, con sus sirvientes coronados por el fez que ignoran el hambre de los que esperan con los objetos comprados en el antiguo zoco apilados bajo sus pies.
La isla de Zamalek, el suburbio más residencial, ofrece al occidental la posibilidad de recordar sus propias costumbres, comiendo en el restaurante francés L’Aubergine o tomando cerveza en el pub inglés Deals. Pero si la dicha del Nilo hipnotiza el alma, nada mejor que tomar la sopa de cebolla en el camarote del Pachá que, anclado en el limo, conserva la decadencia en sus bancos de terciopelo y en el ajado traje negro de su maître seguramente heredado de los tiempos de su inauguración en 1909. Las gentes, desde las falucas, saludan al comensal a través del ventanal y los ojos, ya de luciérnaga, se dejan cegar por los reflejos de las luces sobre el río.
En el final de los deseos, la danza oriental es la reina. Nada tiene que ver lo que se baila en los cruceros turísticos que recorren las aguas desde Assuán a Luxor para animación del turista, ignorante del movimiento del vientre como arte refinado. Si se empieza por el Palacio del Ghuri, nombre del último de los sultanes mamelucos antes de la invasión turca, la danza sagrada de los derviches vuelven los ojos del revés siguiendo a los cuerpos que no cesan de girar sobre sí mismos.
Pero si el descenso es a lo mundano, los clubes nocturnos de los hoteles de lujo se llenan de bailarines en las noches de El Cairo y a ellos acuden aprendices desde cualquier parte del mundo para recibir su sabiduría al ritmo de la darbuka o el laúd. En el hotel Sheratón, cuentan con la presencia de las más reputadas bailarinas que como Fifi Abdu, pueden narcotizar al espectador con el cimbreante destello de sus caderas y el sutil baile de los velos al aire cargado de humo y arena.
En el camino de vuelta cabe la posibilidad de regatear con el taxista las cinco libras del trayecto o cruzar el puente a pie peleando con los chicos el bachis o propina que piden sin cesar cuando ven asomar las ropas del extranjero. Con los primeros cantos del almuecín lanzando sus primeros rezos desde las innumerables mezquitas, la recogida se hace necesaria aunque el reposo no pueda ser más que un duermevela pues ni los tronos de los sapos en la plaza de Ibn Affan, ni los vendedores de té otorgarán el silencio requerido para el descanso. Y en esta fatalidad es mejor olvidar las comodidades que uno guarda en la memoria.
El temprano sol te arrastra de nuevo al bullicio y si la jornada se presenta turística es mejor comenzar reponiendo fuerzas en O Cristo, comiendo en su terraza el pescado más fresco y contemplando las Pirámides en el otro lado de la Avenida de Guiza.
>Hay que ajustar la idea de que tan majestuosa escena está a dos palmos de tus narices, que la eternidad se mezcla con el tráfico, que no hay desierto que recorrer pues ellas forman parte de este mundo contemporáneo tan cerca del visitante que es posible una cierta decepción pues las postales siempre envían el misterio entre la bruma arenosa, aislado de todo y de todos y ahora, se comprueba que están absorbidas por la ciudad.¿Cómo disparar fotos sin que se cuelen el par de japoneses?.
Confiando uno se acerca a los puestos del viejo zoco y oye ofertas en todos los idiomas mientras saborea el zumo de caña de azúcar que un tipo ha rascado de la mugrienta pileta dispuesto a enfermarse por no interrumpir el concierto de los gustos. Cuatro collares a mil “belas” sobrevuelan las cabezas de los turistas y el olor del cuero emborracha el sentido haciendo comprar para acallar la batalla de precios.
Volviendo sobre nuestros pasos, la plaza del Tahrir, ciega los ojos de las gentes en tropel que salen y entran del Hilton, las voces de los vendedores de papiros para el recuerdo peleando con los policías turísticos por el espacio donde pueden o no descargarse de sus mercancías, el bullicio en las taquillas del gran museo nacional, frente a la estatua de Champollion, homenaje de los egipcios al más ilustre de los arqueólogos, no cesa en el reparto de las entradas.
Los encargados de catalogar las copiosas piezas en el Museo Egipcio debieron desistir de su tarea abrumados por tan imposible labor pues algunas salas- especialmente la dedicada al ajuar funerario de Tutankamon- conservan la armonía necesaria para no perderse entre los siglos de esplendor. Son las momias en sus sarcófagos del periodo ptolemaico las que se quedaron sin ordenar y la vista va de un lugar a otro sin saber donde reposar pues la belleza, en su desorden, turba la paciencia del aprendiz y los rostros de ojos oblicuos no cesan en su mirada hacia la muerte rememorando los dulces paisajes del oasis.
Habrá que dividir la visita sobre las estancias para empaparse de la caótica belleza capaz de remover los tiempos y desatar cronologías en su fertilidad artística. No sorprende, pues, el desmayo de la elegante mujer ante la vitrina que custodia el trono del joven faraón que, coronado por el disco solar de Atón, es testigo del hecho. La elegante dama es recogida del suelo y en la túnica negra que lleva se resume el orden actual de este mundo: en pedrería bordada se congracia con Occidente bajo la firma del modisto francés Yves Saint Laurent.

Y en el tumulto del suceso se sale al encuentro reparador del cucharé que venden en uno de esos comedores populares para los oficinistas y estudiantes de la Universidad de Al-Azhar. El plato es bien barato y por una libra te ofrecen arroz bañado en puré de lentejas y aderezado con salsa picante de tomate.
Y en el empeño por mezclarse con lo cotidiano, puede el viajante coger el metro para fundirse desde lo subterráneo con el mar de ojos grandes que reprueban la osadía de querer dirigirte a la plaza de Ramsés en esos vagones que dividen a hombres y mujeres para cumplir los preceptos de pureza que han de observar en el trayecto.
La vieja estación de ferrocarriles es un amasijo de gentes con grandes bolsas huyendo a sus barrios; de mendigos con heridas y cicatrices expuestas para acongojar a los transeúntes en su compasión y agrandar el tamaño de la limosna.
Antes de partir en el tren rojo y amarillo, el llamado tren español que lleva a Alejandría, un reencuentro con el fastuoso barrio de Heliópolis nos muestra el Palacio del Barón, como popularmente se le conoce a este edificio construido por un arquitecto belga que fue uno de los urbanistas que en los años 30 diseñaron esta zona. Dejado a lo que determine el azar, pese a ser considerado premio nacional de arquitectura, el caserón conserva el estilo hindú y sus descuidados jardines de recreo tientan a la imaginación y el deseo de transgredir la pesada verja de hierro late en el alma del extranjero, ávido de penetrar en la barroca belleza del lugar.
Las noticias que trae el periódico Al-Ahram desvían la contemplación del paisaje que asoma desde la ventanilla del ferrocarril: redada contra miembros de los Hermanos Musulmanes en el cerrado barrio de Imbaba, lugar que no aconsejan las agencias en el recorrido oficial de la ciudad. Repara, entonces, el visitante que el integrismo que ha mermado las arcas del estado no interviene en lo diario y como la vida es la misma en todas partes, la fatalidad no lleva a la desesperanza.
El Cairo, en su traducción árabe, significa “La Victoriosa” y en su honor lleva el no sucumbir en estas fatídicas y sangrientas cuestiones. Como la fatalidad enseña, el camino ha de recorrerse en todas direcciones porque nadie se libra de la definitiva hora y a nadie se le otorga el poder de elegir el modo en que ha de morir.
Capital del mundo árabe, reina nocturna de la historia, espera siempre tu retorno.

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